(Segundo episodio)
Un encuentro afortunado para una historia inesperada
Luego de un largo y entretenido recorrido para apreciar una buena parte de las diferentes “muestras” y exposiciones en el evento de “AgroExpo” celebrado en Corferias (Bogotá) entre el 9 y el 20 de julio del presente año (2025), se disparó en mí el aviso interno de que “ya era hora de tomarme un buen café”.
Inicié entonces la búsqueda, manteniendo como premisa que el sitio a escoger no fuera de los que preparan el café en “greca”, por el riesgo de la bebida “reciclada”, o peor aún, “recalentada” y no completamente fresca, cuyo consumo constituiría una especie de delito para el aprendiz de barista como me considero en la actualidad, amén de mi sensible intolerancia a estos “experimentos gástricos”.
No tuve que buscar mucho, la verdad, y preciso, finalizando la nutrida fila con puestos de comidas rápidas, pude identificar el sitio que necesitaba.
Esparciendo un aroma que me fue envolviendo y atrayendo como si fuera una especie de acariciante y enorme mano invisible, apliqué una buena dosis de fuerza de voluntad para no salir corriendo “como un loco”, moderando mis rápidos pasos con un caminar dinámico pero decoroso para “no hacer el oso”.
Todavía me faltaban como unos 10 metros, ¡cuando la vi! ¡Sí, allí estaba!… Una hermosa máquina de tamaño mediano para lograr el café fresco por el método de la extracción, complementada además con el especial apéndice para texturizar o espumar la leche. ― ¡Y no se diga más, este es mi sitio! ―dije en voz baja―.
Me senté entonces sobre un butaco alto, de silla redonda sin espaldar, con un abollonado cojín forrado en cuero sintético de color rojo y unas primeras fisuras causadas por el alto uso, mobiliario éste bastante usual en las barras de bares y cafeterías con cierto nivel de categoría. Me acomodé rápido para evitar que otro “impaciente y sediento cliente” se me adelantara y me quitara el puesto.
Tomé mi celular y comencé a ojear superficialmente la enorme lista de remitentes en WhatsApp junto al indicador sobre el número de mensajes en espera de ser leídos, mientras esperaba que me llegara el turno para que el atareado barista me pudiera preparar un “café americano” doble. ¿O tal vez prefería un capuchino con uno de esos respetables dedos de queso que le estaban sirviendo a mi vecino? Pero no, lo descarté de inmediato porque con ese antojo me dañaría el almuerzo.
En esas, llegó una joven y bien presentada mujer (estimo que, de unos 35 años, aunque no me consta), vestida con una blusa blanca de algodón con unos bonitos bordados alrededor del cuello y en los extremos de las amplias mangas largas que le cubrían los brazos; de su hombro izquierdo colgaba un chal negro, también en tejido de algodón, con dos delgadas franjas amarillas; pantalones vaqueros y botas texanas (¡Vea pues!). Le acompañaba un bolso medianamente grande, tipo mochila con adornos Wayuu de vistosos colores.
Sin siquiera mirarme se sentó a mi lado y preguntó al dependiente (empleado barista) si tenían café de origen, de tostión media, molienda media-fina y cultivado en la Sierra Nevada de Santa Marta, para que le preparara un “café latte con doble espresso” y sin azúcar.
El personaje interpelado (empleado barista) le contestó afirmativamente y le confirmó la preparación del pedido, pero, advirtiéndole que “había cola” y tendría que esperar unos minutos mientras despachaba algunas peticiones anteriores, a lo cual ella le respondió que no tenía inconveniente, aprovechando para descansar sus doloridos pies de la larga estadía de pie, más la reciente caminata haciendo recorrido por los diferentes stands.
De otra parte, el hecho de hacer un pedido tan específico llamó mi atención, y aplicando una dosis de autocontrol hacia mi timidez característica, me atreví a preguntarle:
―Disculpe, buenas tardes. Parece que a usted también le encanta el buen café, como me sucede a mí. ¿Estoy en lo cierto?
Me miró un poco extrañada, me imagino que, pensando, “y este señor tan confianzudo, ¿Quién será?”, pero al advertir mi sonrisa bonachona y el aura angelical que se desprendía de mí, completaría su calificación con un “Ah. No hay de qué preocuparme. Este viejito tiene pinta de buena gente” Y amablemente me contestó:
―Efectivamente. Me encanta el buen café, pero, sobre todo el preparado con el producto de los Tayronas en Santa Marta.
―Ah, vea pues ―le digo yo, y continúo: ― y ¿alguna razón especial para que sea precisamente este café de los Tayronas? Discúlpeme, primero me presento: soy Nelson Jaramillo y espero no estarla incomodando.
―Para nada ―me contesta ella―, la verdad es que no acostumbro a hablar con extraños, pero usted parece buena gente. Mi nombre es Margarita Valdivieso. Soy samaria[1], pero llevo varios años viviendo en Estados Unidos, aunque aún tengo bastante familia en Colombia.
―Y sí, continúa ella. ―Tengo una razón especial para preferir este café que hablamos, pues me permite mantener cierta conexión con mis ancestros.
―Vea pues ―replico yo― aunque pienso para mí “pero, mona (o sea rubia), ojiazul, bastante bonita, por cierto, con esos rasgos tan pulidos de su cara, bastante alta, de pelo largo y crespo, no parece precisamente indígena Tayrona, pero cosas extrañas suceden…”. Adivinando ella mis pensamientos, sonríe y me dice:
―No me refiero a que yo sea una indígena Tayrona, sino a que tenemos en mi familia, desde mis ancestros más remotos, una especial deuda de gratitud con ellos. Yo en realidad soy descendiente de españoles que luego se emparentaron con nativos en Colombia.
― ¿Cómo así? ―intervengo yo― pero mire usted, qué historia tan poco usual esa. ¿Y le molestaría contarme un poco sobre ello?
―Usted es como curioso ―me dice ella― Y apropósito, ¿a qué se dedica?
― ¿Yo? ―Le respondo― soy un modesto agricultor y curioso, ciertamente, por eso viajé para asistir al AgroExpo de este año.
―Ah, usted es expositor ―dice ella―
―No, que va ―le contesto― Ya quisiera yo. No, en realidad solo soy un visitante curioso, pero con mucha motivación de seguir aprendiendo sobre técnicas y recomendaciones que podamos aplicar en nuestros cultivos tradicionales.
Terminando de decir esto, bajo la vista y me doy cuenta de que ella tiene pegada a un lado de su bolso, una escarapela como expositora.
Obviamente ella se da cuenta de mi gesto, sonríe nuevamente y me dice:
―Sí, efectivamente vinimos, junto con un hermano, en representación de mi familia para dar a conocer nuestro programa de cultivo alternativo a través de “granjas móviles” que estamos desarrollando desde hace casi tres años, con recorrido por varios sitios de Estados Unidos.
― ¿Cómo? ¿Sí le escuché bien? ―mostrando con poquísimo recato mi cara de extrañeza― ¿Granjas móviles? ¿Y eso que es?
De nuevo me regala su angelical sonrisa y replica:
(Nota de AgroEscritor: Para no hacer excesivamente larga esta parte de la narración, invito a mis amables lectores a que hagamos una pausa, nos tomemos un buen café y luego continuamos con el Tercer Episodio. ¡Y no se imaginan lo que vamos a encontrar allí!)
[1] Samaria: Se le llama así a las personas nacidas en la región colombiana del caribe (norte) que corresponde al departamento del Magdalena, más específicamente aún, en la ciudad de Santa Marta.
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