(Cuarto episodio)
Felicidad y viacrucis de Doña Gertrudis
Doña Gertrudis, a quien apreciamos en esta pintura bastante bien lograda por el Maestro Jean-Auguste-Dominique Ingres (francés, nacido en la ciudad de Montauban), nos permite apreciar con absoluta fidelidad el hermoso rostro, el estado de salud, su apacible mirada transmitiéndonos la paz interior y el bienestar indiscutible de que gozaba hasta unos 6 meses antes de que su vida cambiara.
Su vestimenta, característica de las prendas de diseñadora que, de manera exclusiva le confeccionaban por encargo las más prestigiosas modistas europeas. Complementado todo ello con esa espectacular diadema de plata, con una generosa incrustación de diamantes africanos, rubíes importados de Mozambique y Tailandia, enriquecido el cuadro de esta esplendorosa exhibición de lujosas joyas, con una generosa provisión de esmeraldas, obviamente extraídas de nuestras minas en Colombia.
El lujoso sillón en que se encuentra sentada nos da una ligera idea sobre el estilo y tipo de mobiliario con que estaba dotada la mansión de los Posteguillo. En esta ocasión, ella posa para su maestro pintor ¿fotógrafo? En un sillón similar al que usaban los reyes de España, formando parte del mobiliario de la exclusiva sala de lectura de la adinerada familia.
Este par de detalles nos brindan una muestra evidente de la rutina de Doña Gertrudis. Bastante mal acostumbrada, por cierto, dado el transcurrir de su vida en forma holgada, sin mayores preocupaciones ni labores que atender fuera de la administración de su hogar y la coordinación logística de los frecuentes eventos sociales que ese mundo protegido por la “burbuja del confort” y el disfrute de su amplia riqueza le permitían a ella y a toda su familia cercana.
En resumen, todo en la vida de Doña Gertrudis era paz, tranquilidad, salud envidiable, holgura económica, bienestar espiritual. Es decir, ¡Felicidad absoluta!
Pues resulta que, a partir de cierto día, Doña Gertrudis comenzó a padecer de persistentes y cada vez más frecuentes dolores de cabeza.
El dictamen del médico, también español y residente en el pueblo, como “eminente científico” que se consideraba a sí mismo, indicó que se debía a la prolongada exposición al sol y las altas temperaturas, prescribiendo como tratamiento medicinal, el uso de “pavas” o sombreros livianos de ala ancha, con aplicación intermitente de compresas con agua fría sobre la frente y la parte superior de la cabeza.
Doña Gertrudis muy juiciosa inició el “tratamiento” pero, sin ninguna mejoría real. Las compresas le calmaban el dolor durante un par de minutos nada más.
Vuelve entonces al mismo médico quien le receta Aspirina, de reciente implementación en Europa y América, pero tampoco logra el efecto deseado.
Decide entonces el galeno “escalar el tratamiento” y comenzar a utilizar el opio, consiguiendo un mayor efecto, es cierto, pero, ante las consecuencias colaterales incapacitantes por el creciente y prolongado adormecimiento de la paciente, aunado al riesgo de volverla drogadicta, en pocos días también se vio forzado el profesional a suspender este tratamiento invasivo.
Antes de darse por vencido y, gracias al patrocinio del viaje costeado por Don Manuel Posteguillo, esposo de Doña Gertrudis, propició un encuentro con varios de sus colegas más expertos en España.
Ya en dicho país, realizaron una prolongada “Junta Médica” pero, como en dicha época la “enfermedad oculta” de la hipertensión no se conocía aún, llegó todo este grupo de “expertos” al diagnóstico en consenso que, la causa era la cantidad excesiva de sangre entre las venas de la persona en evaluación (¿?)
El tratamiento más efectivo entonces, sería necesariamente acudir a la “sangría”, convencidos que, al disminuir la cantidad de sangre circulante por las venas y arterias de la paciente, necesariamente tendría que disminuir la causal interna del persistente dolor de cabeza.
Inclusive llegaron a aconsejar que, para incrementar la intensidad y velocidad del tratamiento, bajo la dirección del médico que motivó el encuentro profesional, se aprovechara la existencia voluminosa de ese pequeño bicho conocido como “sanguijuela” que encontraría fácilmente en los pantanos de la región.
Regresa entonces el médico del pueblo, entusiasmado con este arsenal de soluciones para ayudar al tratamiento y, luego de saludar protocolaria y escasamente al comité de recepción que le tenían preparado, se dirigió, raudo y presuroso, a la mansión de los Posteguillo para iniciar de una vez la primera parte del tratamiento.
Para la primera sesión, el galeno en forma cautelosa comenzó a preparar a la paciente habilitando un tazón de barro cocido debajo de cada brazo. Para el brazo izquierdo utiliza una lanceta metálica comenzado de inmediato la extracción copiosa de sangre.
Pero como quería demostrar la eficacia de su “enriquecida sabiduría” acelerando el tratamiento, toma también el brazo derecho aplicándole en el pliegue interno del antebrazo, un trío de “escarificadores” (dispositivos afilados que abrían varias venas pequeñas a la vez).
Sin embargo, por prudencia, con esta primera sesión de la sangría, le extrajo solamente 500 centímetros cúbicos de sangre. Esperó un par de horas más para celebrar el tan esperado efecto ¡Pero nada!
Un par de días después, en la segunda sesión, subió la dosis al litro completo de sangre y ¡tampoco!
Retorna nuevamente el “experto galeno” a Europa, obviamente con viaje y gastos costeados por Don Manuel, en donde realiza una nueva Junta Médica con un más nutrido grupo de famosos profesionales ya no solamente españoles.
Por la presión del reto a tan prestigioso cúmulo del conocimiento “experto” llegaron inclusive a recomendar otro par de métodos bastante cuestionables, por cierto. Pero, en fin, ¡había que probar de todo! Para no quedar mal con tan importante familia, española de nacimiento, pero criolla por adopción.
Regresa a Colombia este galeno, de cuyo nombre nadie quiere acordarse, para experimentar con nuevos métodos, en concordancia con las recomendaciones de sus colegas europeos.

Procede a cubrir la nuca (parte trasera del cuello) y la espalda de Doña Gertrudis con una densa capa de sanguijuelas, alternada esta brutal práctica medieval, con el ataque inducido de un pacífico panal de abejas, a quienes con especial saña “las hicieron emberracar” (traducción: sacar de quicio, inducir a que se vuelvan violentas), para que incrustaran a placer, sus puntiagudos aguijones y el doloroso tóxico medicinal que inyectaban. Pero nada de esto funcionaba.
Doña Gertrudis, además del creciente desespero, comenzó a ponerse amarilla, signo evidente de la anemia, aunado ello al indiscutible debilitamiento físico y a la pérdida paulatina del sistema defensivo de su cuerpo.
Pero, aún faltaban más consecuencias “colaterales”: por la falta de defensas suficientes comenzó a sufrir de frecuentes cistitis, nefritis y alguna otra complicación del riñón, manifiesta a través de unos extraños cólicos renales. ¡Ya no era capaz ni siquiera de levantarse para caminar!
No obstante, su privilegiada posición económica y el trato preferencial que le concedía su alcurnia, ninguno de los médicos y/o ciertos curanderos charlatanes lograba dar con la solución, ni en España, ni en nuestro país de ese entonces.
Consecuencia de una de las más fuertes crisis que la aquejó cierto día, y en vista de que las repetidas “sangrías” recetadas y practicadas por los costosos y aristocráticos galenos españoles, alemanes, holandeses, ingleses y de otras cuantas lejanas latitudes, herederos de históricos imperios, no lograban encontrar el “elíxir”, ni el tratamiento médico que brindara una efectiva solución, el desespero, como dice el adagio, “pasó de castaño a oscuro”.
La patrona protagonista llegó a perder tres de los más preciados dones que nos concede la naturaleza: su salud, la paz y el deseo de vivir. Esta situación pasó entonces de ser un drama particular e individual, a convertirse en un viacrucis familiar.
Considerando que la causa podía ser más “espiritual que física”, procedieron a una “limpieza profunda” con asistencia religiosa y le practicaron un par de sesiones de Exorcismo. Pero ¡tampoco funcionaron!
Don Manuel Posteguillo, el esposo de Doña Gertrudis, también desesperado, incrementó significativamente el monto de la recompensa para quien descubriera la cura. Complementó este incentivo con la promesa de costear el viaje a cualquier lugar de la tierra, por recóndito que fuera, más una jugosa suma en monedas de circulación legal o en lingotes de oro, a escogencia del ganador.
Con semejante ofrecimiento, se esparció la noticia entre todas las comarcas, virreinatos y asimilables que conformaban a la Gran Colombia. Pero nada que aparecía la cura.
Un día cualquiera, o, mejor dicho, el “día que era”, tocaron vigorosamente a la puerta de la mansión Posteguillo haciendo sonar la aldaba en forma de herradura invertida y adornada con una cabeza de león, también construida con el mismo material de bronce.
Abrió la doncella de turno y se encontró en la puerta con el Padre Nicanor y una joven indígena de escasos uno y medio metros de estatura.
El sacerdote, Jesuita, por cierto, vestía su infaltable hábito o faldón negro con una nutrida abotonadura desde el cuello hasta el borde inferior de la vestimenta, cortada esta rutina únicamente por un respetable y notorio crucifijo que llevaba colgado del cuello.
A su lado, la indígena que mencionamos, vestida con una túnica blanca de algodón, sencilla, sin adornos ni bordados, que le llegaba a los pies, un poco desproporcionados por su tamaño aparente, habida consideración de la menuda figura de su propietaria. Además, para hacer más notorio este rasgo físico, iba descalza, destacando sin embargo el buen cuidado que ella les aplicaba, manteniendo las uñas cortas y una razonable buena presentación, en abierta rebeldía a su pobreza económica.
―Padre Nicanor, buenos días ―saludó la doncella―. Ya le aviso a Doña Gertrudis que usted vino a visitarla.
―Gracias Rosita ―contesta el “curita” ― le agradezco mucho.
Sin embargo, como la patrona estaba recostada en un diván, cerca de la entrada, se adelantó a los acontecimientos y con voz cascada por la enfermedad, pero relativamente alta, dijo:
―Buenos días padrecito Nicanor. Qué grato que venga a visitarnos. Pero, por favor, pase usted y ¿No le agradaría una tacita de té?
―Muchas gracias, Doña Gertrudis ―le contesta él― con gusto se la acepto, aunque no me puedo demorar mucho porque debo terminar de preparar la homilía de la misa del mediodía. ―y continúa―
―Le quiero presentar a Estrella Matutina, una gran colaboradora de la parroquia, quien le quiere transmitir una noticia que le va a gustar bastante.
Toma del brazo a la joven indígena, la introduce caminando hasta la parte media del zaguán de la entrada y anima a que la joven comparta la razón que trae.
Estrella Matutina, sin embargo, estaba como hipnotizada. Tan grande fue la impresión que le produjo ver por primera vez en su vida tanto lujo junto. Tantos cuadros en las paredes, intercalando pinturas religiosas con retratos pintados de personajes que reproducían la imagen de una cantidad enorme de antepasados de la familia Posteguillo y Del Castillo. Tantas estatuas de bronce y yeso. Enormes jarrones de porcelana y arcilla, exhibiendo hermosos arreglos florales y, en fin, ¡Tantas cosas bonitas juntas!
Durante los primeros dos minutos no se atrevía esta emisaria indígena ni siquiera a respirar. Sentía que le estaba dando una especie de mareo por la cantidad de sentimientos encontrados al hacer un rápido e interno comparativo mental con la pobreza de su pueblo.
Se miró sus pies y sintiendo vergüenza, pensó ―«¡Por Dios! Cómo no se me ocurrió ponerme por lo menos mis viejos y rotos mocasines, lavándome antes los pies para no ensuciar este piso tan bonito.»
El Padre Nicanor se percata de la angustia y confusión que está sufriendo la muchacha. Le pone su mano diestra sobre el hombro para transmitirle confianza y seguridad. Diciéndole a continuación:
―Tranquila Estrellita, que ellos son muy buena gente, creyentes en Dios y no faltan a misa los domingos. Entonces, dígales el mensaje y coménteles sobre el encargo de sus abuelos.
La muchacha hace una inspiración profunda. Llena de aire sus pulmones y retiene durante unos segundos este contenido, como si se fuera a sumergir dentro del agua para practicar buceo. Este ejercicio la calma, le concede la cuota de seguridad en ella misma, y rápidamente, antes de que le entrara el arrepentimiento, se atreve y dice:
―Buenos días patroncita ―se anima a saludar respetuosamente Estrella Matutina―le traigo una razón de mi familia: Mis abuelos le mandan a decir que ellos creen tener la cura para su enfermedad. Pero asimismo también hablan de tres condiciones: la primera es que usted tendría que ir hasta nuestro resguardo para hacerle allí el tratamiento. La segunda es que solamente pueden entrar acompañados del Padre Nicanor y mi persona. Y la tercera es que mis abuelos dicen que no les interesan ni las monedas ni el oro que están ofreciendo, porque no lo necesitan. Más bien prefieren tratar el tema en privado con usted y su esposo.
¿Será que los Posteguillo encuentran la solución?
(Quinto episodio)
(Nota de AgroEscritor: No quiero abusar del generoso tiempo que nos están entregando, así que me parece prudente separar la siguiente parte de esta historia y entregarla en el quinto episodio. Y, ¡Obviamente no tendría sentido que se lo perdieran! Gracias anticipadas por su paciencia.)
ISAN-0147-140925 – AgroEscritor(R) Todos los derechos reservados